Siempre nos quedará septiembre
Pero como bien dicen todos los abuelitos del pueblo no es oro todo lo que reluce y cuando uno es joven siempre puede perder un poco la cabeza y dejar de lado las responsabilidades. En el caso de los estudiantes esto ocurre bastante a menudo (creo que conozco a pocos estudiantes responsables, a excepción de mí por supuesto) y cuando digo bastante a menudo me refiero a 9 de cada 10 personas. Si en algún momento sentiste la necesidad de hacer alguna tontería debes aprovechar la época de la universidad, para que luego no puedan tacharte de nada. La universidad es la mejor época para las locuras y los excesos, pero tanto la locura como los excesos pasan factura de ahí que el mes de septiembre se convierta en el mes del estudiante por excelencia.
Es cierto que junio también acapara a muchísimos estudiantes, pero septiembre es la última esperanza. Es como cuando en Casablanca Humphrey Bogart le decía a Ingrid Bergman: “Siempre nos quedará París”, París se convertía en su última esperanza para el final de aquella historia. En los estudiantes el desenlace de toda nuestra carrera está en esos últimos exámenes de septiembre y es que como un buen día dije a un amigo, a mitad entre plagio y parafraseo: “No te preocupes, siempre nos quedará septiembre”.
Es el mes para recapacitar, pensar y preocuparse por todos aquellos errores cometidos durante el curso. ¿Qué sería de un estudiante sin septiembre? Pues lo mismo que de una tortilla de patatas sin cebolla. Septiembre es el jugo de ese comportamiento insensato, trastornado y perturbado típico del invierno, la única cordura de todas nuestras demencias.
Si en algún momento sentí que mi mundo se derrumbaba fue en el primer año de carrera. Pensé que todo sería coser y cantar, como los primeros exámenes. Pero junio es mortal y más en una ciudad en la que no hay playa. Esa combinación ya es explosiva. En mi primer curso me lleve el chasco de suspender tres asignaturas y tener que recuperarlas en septiembre. Entonces pensaba que septiembre era para los tontos, para todos aquellos capullos que no habían hecho absolutamente nada durante el curso, para esos que no pisaban la universidad, para todos aquellos que gorroneaban apuntes y para esos impresentables que pillan copiándose en los exámenes. Sí, esa era mi única visión… pero entonces descubrí que septiembre era un mundo aparte. Otro mundo distinto al de la universidad. Septiembre era la salvación de todos aquellos que he mencionado en unas líneas más arriba y para otro tipo de personas que simplemente les va un poco mal al final de curso. Descubres que la vida real de los universitarios transcurre en esos 30 días que corresponden a septiembre. Los agobios, los nervios, el mal humor, las botellas de agua vacías que colman cada una de las papeleras de la biblioteca, los apuntes colocados estratégicamente sobre las mesas, los estuches con rotuladores de mil colores para luego sólo utilizar uno, las pastillas de cafeína, los chicles, las coca-colas y demás bebidas isotónicas que intentan mantenernos despiertos. Pero lo sorprendente es la entrada a la biblioteca ahí existe toda una colección de cigarrillos, paquetes de tabaco gastados y miles de pequeños vasos de plásticos de todos esos cafés de la máquina. Y digo cafés por poder definirlos de algún modo, porque todo estudiante sabe que en esas máquinas realmente no se sirve café sino que es más bien una mezcla de aguachirri con pis de mono que queda un poco lejos de mantenernos despiertos pero que su desagradable sabor si resucitaría a un muerto.
Así es septiembre, un mes único en la vida del estudiante. Se podría decir que en ese corto pero intenso período de tiempo es el momento real en el que todo estudiante cumple su propósito: estudiar.